6/11/12



La White House

–Ahora es mi habitación.
Nunca imaginamos que por cuatro palabras íbamos a terminar viviendo al lado de un inodoro. Habíamos llegado a la White House hacía tres días y las valijas seguían desparramadas entre secadores de pelo y latas de cerveza. No nos creímos ese chamuyo de que íbamos a parar a la Casa Blanca: después de todo, no había chances de que Obama se mudara a una residencia en Queens. Apenas vimos las botellas de vino tiradas en la entrada, nos dimos cuenta de que era la White House después del Katrina. Éramos quince preadolescentes viviendo un pedo americano.
–Ahora es mi habitación –repitió, después de sacarse el jean y quedarse en bóxer para dormir.
–Nos dijeron que éste era nuestro cuarto.
–Es cucheta, así que alguien puede quedarse arriba –señaló, con un pie, la cama vacía.
–Pero somos dos.
–Afuera también está el pasillo.
Lo admito: exageré un toque cuando dije que terminamos durmiendo al lado de un inodoro. Pero a la noche, tirados en un colchón que daba justo al baño, escuchábamos la garra que le ponía Marina para evacuar el triple Big Mc que se había morfado a escondidas. Los dedos sobre la garganta y después el tornado de agua que se iba a las cloacas de Nueva York.
Lo mejor de vivir en un pasillo es que terminás convirtiéndote en una especie de Rial. Cuando se apagan las luces, la que parecía más santa se mete de pronto en la pieza del gordito de al lado. Al otro día, en el desayuno, un guiño alcanza para que cualquiera se atragante con un cupcake.
Yo al poco tiempo me acostumbré a que mi mesita de luz fuera una estufa a gas. Pero mi amiga, mientras se ponía el piyama tapándose con las valijas, una noche me confesó:
–Estoy podrida de dormir escuchando cómo la gente intenta cagar.
En el pasillo, habíamos aprendido a convivir con humo de narguile y latas de Budweiser. Decidimos usar la misma táctica que el invasor: cuando no estaba, sacábamos su ropa afuera de la pieza y la poníamos arriba del calefactor. De a poco escondimos todos sus perfumes debajo de los secadores de pelo.
Un día, nos levantamos con un cartel pegado en la frente: “Perdieron las Malvinas, ni lo intenten”.
–Este brazuca ya va a ver –escupió mi amiga, a puro orgullo argento.
Planeamos en detalle la revancha del superclásico futbolero. Guilherme se iba esa tarde a una fiesta en Manhattan. Teníamos tres horas como máximo.
Apenas cerró la puerta de la Casa Blanca, arrancó el partido. Yo en defensa, mi amiga en ataque. Tiramos una de sus sungas dentro del inodoro. En quince minutos, recuperamos el cuarto. Nos atrincheramos con películas del año del pedo y rollos de papel higiénico por si nos hacían llorar.
A la madrugada, nos levantamos porque no paraban de golpear la puerta. Mi amiga mandó un cartel por debajo. Con una fibra negra, había escrito: “Clama el viento y ruge el mar”.

13/10/12


Sero

Antes, ella hubiera pensado que era una gronchada. Como los joggings de color turquesa o después los cinturones amarillo flúor, era ese tipo de ropa que uno espera convertir en trapo de rejilla. Pero esta vez, mientras sube al vagón en Carlos Pellegrini, inspecciona la remera pálida del treintañero con lentes a lo James Bond. Es una grasada, de eso no hay duda. Aunque la estampa: “A positivo”. Como si el destino se escondiera en una camiseta transpirada. 
Las canas teñidas del treintañero tapan un cartel de La Cámpora. 
“Todo Negativo”. 
Me estoy volviendo paranoica, piensa. 
Una nena con mocos en la boca vende resaltadores amarillo flúor. Compra dos: tendría que estar estudiando y no yendo a la clínica. Una publicidad de Ravi Shankar.
“Pensá en positivo”.
Trata de no ser acosada por tanto optimismo. Los negativos escasean en los carteles pero encuentra tres. Respira tranquila.
El treintañero saca su celular y pone música al mango. Un tema invade la línea B: “positiva, todo muy bien: está todo muy bien o está todo como el orto”.

El bóxer de corazoncitos ya no le excitaba. Alguna vez le pareció sexy ese gesto adolescente de un rockstar de 42 años. Pero ahora, mientras hacía un strip tease y los corazoncitos terminaban desparramados encima del plasma, ella contaba ovejas como cuando era chica. 
El CD que habían compilado para hacer el amor empezó a tartamudear. Me gustas mu-mu-mucho. La excusa perfecta, pensó.
–Me voy al baño, fijate de arreglar esa porquería.
Una vez más, revisó el hueco detrás de la bañadera. Los frascos seguían ahí. El moho también. No entendía por qué había treinta botellas rellenas de leucocitos. Quiso creer que era narcotraficante de glóbulos blancos. 
Mejor intentar limpiar los hongos. 
Abrió el bidet y dejó correr el agua. Mojó la esponja y empezó a rasquetear.

El treintañero sigue escuchando "Positiva". Ella se baja en Callao y repta despacio por la estación de subte. Por primera vez no quiere salir de ese búnker con olor a meo. La escalera mecánica no se cansa de escupir gente a la Avenida Corrientes. 
Pone un pie en el escalón. Afuera, una parejita se muerde los piercings que tienen en la lengua. 
Mientras camina por Callao, busca una palabra en los carteles que penetran Buenos Aires. No la encuentra. Toca el timbre de la clínica y escribe en su celular.
Negativo.
–El doctor te está esperando desde hace una hora.
–El tráfico es un quilombo.
La sala de espera tiene olor a látex. Todos saben por qué están ahí pero no hay nada qué decir: la vida es un adjetivo. 
Una voz dice su nombre. Ella se levanta y cuenta los pasos hasta el consultorio. La misma voz le pregunta cómo está. 
–Todavía no sé.
Se sienta frente a un escritorio repleto de preservativos. 
La vista nublada no le permite reconocer quién le da una carta. 
–Tomate tu tiempo para abrirla –dice la voz, ahora inconfundible.
Un terremoto en los dedos. Los anillos que tiemblan. 
Abre la carta y busca una palabra. Enfoca la mirada, se pasa un pulgar por cada ojo. Larga una de esas risas que no se saben si son de felicidad o de tristeza.
Mira hacia el escritorio y le pregunta al médico:
–¿Me podés abrazar?

23/9/12



Una lágrima de café moccha


–Viajaron nueve mil kilómetros y prefieren ver a Mickey antes que a su propia hija.
La confesión quebró el ruido de treinta máquinas lavando ropa. El laundry no era el mejor lugar para improvisar una sesión de terapia pero no siempre se tiene a mano un diván. 
–¿A quién se le ocurre ir dos semanas a Disney y cuatro días a Nueva York? 
–Es como si te quisieran evitar.
El lavarropas escupió un ruido seco. Saqué las medias y las olfateé. Tenían olor a chivo pero no había más Skip. Las llevé al secador y puse las manos sobre el vidrio para sentir algo de calor. Las medias, ahí adentro, parecían psicodélicas. Ella miraba el centrifugado para engañar los lagrimales.
–Vayamos al Soho o a Washington Square. Hagamos la nuestra.
–¿No vamos a ver si están en el hotel? –le pregunté.
–Recién me escribieron que se van al Rockefeller porque se les hace tarde. 
–Pero si ya estamos saliendo.
–¿Te das cuenta? Ni una hora me pueden esperar.
Mejor seguir el recorrido de la media beige fundiéndose con la verde musgo. Los impresionistas se deben haber inspirado en el centrifugado de un secarropa, pensé. Agarramos los pares de medias y corrimos hasta casa para disimular los quince bajo cero que hacían en Queens.
Cerramos la puerta y cruzamos un charco de cartas. Un sobre dorado de Starbuck’s flotaba en el pasillo de entrada. Estábamos solos en Nueva York pero al menos sentimos que nos escribía una multinacional. 
–No, no es para nosotros. Es para el Baca.
–¿Y por qué le escribe Starbuck’s?
–Hoy es su cumpleaños. Le regalan un vale por cualquier café.
Nos pusimos rápido las medias recién secas. Al segundo, estábamos en el subte yendo a Manhattan. Habrá diez mil Starbuck’s en la ciudad pero el de Washington Square era el único que habíamos domesticado.
Miramos las mil variedades de café. No dudamos.
–Elegí el más caro –me codeó ella.
–Quiero un café moccha extra large –pronuncié en un inglés muy top.
Oh! Happy birthday!
Nos sentamos en unos sillones de cuero frente a la ventana que daba al parque. El Arco de Triunfo en el centro de la plaza temblaba de frío. Nada mejor que cafeína hirviendo mientras afuera la ciudad pareciera mendigar un abrazo. La lengua quema con sabor a café moccha.
–No me sale ni llorar.
–Deberías. 
–¿Por qué tenían que venir? En estos tres meses nunca los extrañé.
Un sorbo de café: el chocolate derretido, la espuma de leche, el toque justo de canela.
–Pobre Iñaki. Si se enterara.
–Si voy a ser huérfana, tengo que ser bien guacha.
–Vayamos al hotel. Al menos así los puteás. 
El lobby del Hilton de Times Square tenía un aire a cabarute. Una bola de boliche colgaba del techo y en el centro se erectaba un caño de metal. Nadie bailaba.
–Mandales un mensaje así bajan.
La pantalla arriba del ascensor pasó de “Floor 26” a “Lobby” en menos de lo que hubiéramos querido. No tuvimos ni tiempo de taparnos los agujeros de las medias. En frente mío, una mamá bronceada con musculosa de GAP se quedó con los brazos abiertos al lado de su hija.
–Dejame que te explique. No es lo que pensás.
Los gritos duraron cinco minutos. Salimos del lobby sin poder dar un portazo: las puertas giratorias de los all inclusives no son aptas para el melodrama.
Vi cómo en su cara pálida se reflejaban los carteles de Sony y Toshiba que iluminaban Times Square. Nos tomamos el subte antes de que oscureciera. Mientras una voz monótona repetía las estaciones que faltaban para llegar a Queens, mordíamos las lágrimas para pasar desapercibidos: no fuera cosa que nos quisieran robar.
Antes de bajarnos del vagón, lamí una gota. Tenía gusto a café moccha.

9/9/12


Un porro con Lolo

 
–Nunca digas dónde vive un artista, ¿vos sos idiota?
–Nos vamos a un corte y ya volvemos.
Plano detalle del micrófono que se apaga.
Primer primerísimo plano de Lolo. Sus encías inflamadas. Los dientes que aprietan. Se le notan dos caries en las muelas.
–¿Cómo carajo se te ocurre decir mi dirección al aire?
–Gordi, soy una idiota, sabés que no me funca, pero es una radio chica, don’t worry.
–Rajá si no querés que te mate. Pará, pará, dejá lo que prometiste. Yo gratis no doy entrevistas y menos en mi casa.
Una panorámica muestra el semipiso de Lolo. La humedad mastica una pared. Adelante, una guitarra Fender con calcomanías de los Looney Tunes. Más allá, un holograma que, si lo mirás de un lado, es Jesucristo, pero del otro es la Virgen María.
Sonido en off: el ruido de los tacos de la periodista y después un portazo.
En un sofá del departamento, dos teens siguen sentados en frente del artista pop.
–Encima la pajera trajo este budín horrible –arquea la teen número 1, con asco.
Lolo lo agarra y lo tira por la ventana que da al patio interno. Viene después una de esas cámaras re locas que van de un plano general largo hasta los grumos de un budín marca Coto.
–Tanto insulto me dejó pensando –filosofa el teen número 2–. ¿Y si mejor nos fumamos un churro?
Un olor a porro invade la pantalla aunque el cine tenga todo menos olfato.
–Esto sí que es Miranda, mi amor –Lolo derrama una risa entre señales de humo.
–¿Trajo bastante?
–Una miserable. Encima que publica dónde vivo, resultó ser re rata.
Plano detalle del celular del teen 2 que lee un mensajito de la número 1: “Sacame de enfrente lo que dejó la boluda esa. Ya sabés”.
–Se lo regalaría a Celeste pero está para atrás –confiesa Lolo.
–¿Celeste Cid? –la teen 1 devela su carácter groupie.
–Se rescató hace poco. Es divina, cuando era chica, era una de las que me quería coger. Pero tiene este talón de Aquiles.
–Yo leí que la mina se hace cargo de la familia desde que es nena y eso te crea un quilombo en la cabeza.
–Es parte de moverse en el medio, yo también caí tres años. Por eso admiro a Calu. Pero, ¿sabés por qué Calu Rivero la lleva re bien? Porque la mamá cuando la criaba tenía una pieza donde había plastilina, telgopor, goma eva para recortar. La incentivaba, ¿entendés?
–De eso depende el cambio del mundo –sigue en trance metafísico el teen 2–. De que tus viejos sean unos genios.
–Yo con Celeste ya casi no puedo hablar, desde que dejé –Lolo aprieta los pulgares en sus calzas de cuero–. Me quema la bocha la gente que sigue en el bardo. Cuando me vienen a hablar, les digo que tengo un problema de audio.
–Mejor hablemos de las tetas de Calu.
–Yo paso al baño.
Teen 2 hace pis sentado porque no quiere mojar la tabla de un inodoro de Recoleta. Escucha un grito. Sigue meando. Unos ruidos. Se limpia rápido. Lee tarde el mensajito en su celular: “No vayas al baño, no me dejes sola. Soy re manija. Ya sabés”.
La escena parece una réplica fumanchera de La Piedad. Lolo es la Virgen María. En sus manos, sostiene a una Jesucristo con minifalda de Complot, que chorrea sangre de la nariz.
–Yo le dije que no, que le iba a regalar todo a Celeste, la puta madre.
Se huele el olor a sangre sobre la mesa el sofá el piso la guitarra la pared.
Una elipsis de esas que te dejan re mareado. Lolo grita en la guardia del Hospital Alemán.
–Pará, ¿vos sos el que tocaba en Miranda?
–Dame un turno ya, ¿no te das cuenta que se me muere la piba?
–Quince minutitos y la atienden.
Tres adolescentes de 22, 23 y 41 años miran el vacío en un pasillo repleto de fans.
La cámara se aleja pero el cartel The End nunca aparece.
El editor también se había fumado un porro.

 

26/8/12


Yo miro a Nueva York del nido de un gorrión


No se puede hablar de Nueva York. 
Cuando intentás un adjetivo, diez mil escenas de Hollywood ya lo dijeron mejor que vos. ¿Cómo describir esta ciudad después de Paul Auster? ¿Qué sentido tiene mostrar las calles que filmó Woody Allen en Manhattan o Annie Hall? Nueva York debe ser la ciudad más metalingüística del mundo: de cada esquina, hay cientos de planos detalle; cada bar, tiene una poesía en su honor. Ese cafecito del Soho que sentís tan tuyo, al minuto te das cuenta que fue el protagonista de varias aventuras de Carrie, Miranda y Charlotte.
Menos se puede hablar de la Gran Manzana cuando uno la conoce sólo a partir de Friends o Un argentino en Nueva York. Yo tenía once años y, para mí, la ciudad que nunca duerme era el lugar en que Francella decía mu para pedirle leche a una camarera afroamericana. Once también fue el día de septiembre que no fui a la escuela. Gracias al gran padre del aula, una vez al año podíamos zafar del guardapolvo blanco: Sarmiento, inmortal. En el feriado del día del maestro, estaba en piyama mirando A jugar con Hugo. Me acuerdo de una bruja que decía: “adelante, elegí, estoy segura de que perderás”. Me acuerdo del lunar en la nariz que tenía Gaby, la conductora. Y después, me acuerdo de mi mamá que salió apurada de su estudio y abrió la puerta del living. Poné ya el noticiero, papá me dijo que tiraron las Torres. Pregunté qué torres pero la duda fue innecesaria: la imagen de un avión atravesando un edificio en Manhattan valió más que mil palabras. En verdad, nadie vio cómo se cayeron las torres. Vimos fuego, manchas que eran personas tirándose desde el piso ciento y pico, gente corriendo sin querer mirar atrás. Pero en el momento que se derrumbaron, lo único que vimos fue una nube enorme de humo y polvo. Como si el espanto no quisiera transmitirse en vivo y en directo. 
Esa noche, Susana Giménez se largó a llorar y pidió un minuto de silencio. Dijo que si las Torres se habían caído, era posible que los terroristas hicieran desaparecer todo el planeta. Me fui a la cama pero no pegué un ojo: no sea que el mundo decidiera borrarse mientras yo estaba durmiendo. El apocalipsis tenía que ser visto. 
La tragedia no fue el fin del universo sino volver al cole con unas ojeras hasta el piso. En la clase de inglés, se armó debate. Una compañera opinó que se lo merecían, que la tele también debería mostrar las muertes en Afganistán. La teacher se alteró: una cosa era New York y otra unos árabes en el medio del desierto. Yo en ese momento no tenía ni idea de política. Lo único que pensé es que, por primera vez, el Duende Verde le había ganado al Hombre Araña.
El que sí se alegró por el atentado del 11 de septiembre fue mi papá. Lo primero que calculó fue que este quilombo iba a abaratar los precios de las aerolíneas. A la semana, anunció la noticia: “en diciembre, nos vamos a Europa”. La crisis del 2001 la viví mirando el Sena. La felicidad 1 a 1 había que despedirla con crêpes y champagne. Después de todo, se habían caído las Torres pero siempre nos quedará la tour Eiffel
Once años después, cuando cumplí 22, pude hablar de Nueva York. Por un intercambio, fui a trabajar en el Empire State. La primera semana me saqué todas las fotos de rigor: yo sonriendo en el Brooklyn Bridge, los brazos abiertos en Times Square, una tarde de picnic en el Central Park. Cuando canté como Frank Sinatra en Navidad, sentí que podía empezar a decir la ciudad. Hollywood nunca te muestra que lo más visto en la Gran Manzana no es la Estatua de la Libertad sino las ratas del subte. Uno se entretiene: hasta que llega el vagón, nada mejor que mirar cómo se pelean por los restos de comida. Una especie de Titanes en el ring pero bajo tierra y por un Big Mac. 



Desde el piso 86 del Empire State, todos buscan el cráter en el medio de la gran ciudad. Preguntan: ¿estaban ahí?, ¿hasta dónde llegaban? Después, en World Trade Center, compran una remera en el gift shop con una estampa: “Yo también extraño las Twin Towers”. En el sur de Manhattan, más que nostalgia, se escucha el ruido de las máquinas que construyen una torre todavía más alta. Esa actitud tan masculina. Nueva York va a poder presumir que ahora la tiene más larga.
A los únicos neoyorquinos que me animé a preguntarles sobre el atentado fue a los chicos que limpiaban el Empire State. Una afinidad metalingüística: hablaban un intento de español, te saludaban con un abrazo y me gritaban oye, ven para aquí argentino. Mientras barrían los pisos del edificio más lujoso del planeta, me di cuenta que se habían criado en un Primer Mundo entre gangsters y Louis Vuitton. La otra vez en la tele escuché cómo hablaba J-Lo y no pude dejar de acordarme de sus caras: ni años en all inclusives de Manhattan, te sacan el acento del Bronx. Una de las chicas una vez me confesó: “cuando vuelvo a Puerto Rico, lo que más extraño de mi barrio es escuchar disparos a la noche; sin ese ruido, no puedo dormirme”. 
Pero ella sí se había podido dormir el 11 de septiembre de 2001. Ninguno me dijo que extrañaba las Torres. Yo esperaba que se les quiebre la voz, que se les caigan algunas lágrimas: Hollywood me enseñó que, en las tragedias, hay que ir a llorar al Central Park. A unas estaciones de subte de donde se habían derribado los edificios más altos de la ciudad, vivieron ese día como un chico argentino a 9.000 kilómetros de distancia. Lo único que recuerdan es que se fueron temprano de la escuela. Y que esa mañana pudieron quedarse en casa, en piyama, mirando la tele. Durante tres días no tuvieron clases y me contaron que los parques del Bronx desbordaban de gente: una colonia de vacaciones de pequeños terroristas. Al fin y al cabo, por una vez en Nueva York, estar lejos de Wall Street tuvo sus ventajas. Hay veces que ser latino ilegal también tiene sus privilegios.

25/4/11

Que florezcan mil Ludovicas

Debo escribir un libro de predicciones,
cuando en realidad tengo ganas de
escribir un libro de amor.

Prólogo al Horóscopo chino.

Nunca fui Funes el memorioso, por lo que acordarme hasta del día en el que estoy más de una vez me pareció una odisea. Pero hay un momento que sí puedo repasar con todo detalle. Yo, cinco años, piyama porque hacía frío, tirado en la cama leyendo el tomo tres de Quino. De repente el grito: “¡mamá!”. Y la pregunta clave: ¿por qué en esta viñeta el papá de Mafalda se viste de Papá Noel? Mis viejos tuvieron que confesar y empezaron con que en verdad, bueno, no es que no existe, las ilusiones también son reales, y yo –que entendí adonde iban tantas vueltas– sentí que mi infancia se escapaba entre globos de diálogo.
A partir de esa primera manzana que me sacó del paraíso, le declaré la guerra a los libros. En esos años de Cartoon Network y Nivel X había, sin embargo, un texto que esperaba con ganas. Mi mamá, entre obras sobre teoría del arte y Vigilar y castigar, se regalaba a sí misma en Navidad el horóscopo chino de Ludovica Squirru. Ese costado esotérico de la intelectual de la familia terminó siendo agradecido por todos. Después de abrir la bolsa de regalos, nos peleábamos por ver quién leía primero las predicciones para el año que estaba por empezar. Así, desfilábamos entre páginas que hablaban de la energía cósmica, el I Ching y la importancia del feed-back. Mi abuela se aburría enseguida y decía que ese libro hablaba puras pavadas, mientras mi hermano preguntaba qué fumaba esa mina para escribir las boludeces que escribe. Mi tía –devota del feng shui y otras pseudociencias que suelen calar hondo a partir de los cuarenta– no largaba el horóscopo chino por horas. Yo, que todavía conservo las predicciones del año en el que nací, sé casi de memoria que en tierras orientales soy caballo de metal.
Con el tiempo, las profecías comenzaron a parecerse cada vez más y me terminó cansando que Ludovica insistiera con que mi espíritu equino me hace vivir al galope. La adolescencia pasa y uno empieza con Rayuela para terminar citando a Derrida. En el medio te avergonzás de las huevadas que leías cuando eras chico y le agradecés a tu habitus que te permitió escapar de tanta basura de la industria cultural. Y ahí, justo en ese momento que te sentís hecho, aparece tu hermana diciéndote que estuvo revisando tu blog y que le parecía que escribías parecido a la mina del Horóscopo chino. Al principio te dan ganas de putearla, de decirle que tanto Bourdieu para qué, pero en el fondo sabés que Ludovica Squirru te enseñó a escribir tanto como el Ulises o Roberto Arlt.

4/4/10

Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia. Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento.

(texto: paul auster; foto mía)

15/3/10

Hace un par de meses la quise buscar y no aparecía en ningún lado. Empezaron los gritos: “¡mamá, mamá! ¿Dónde pusiste la family?”. “No sé, yo no la toqué”. “¿Y quién la tocó si no?”. Las eternas peleas de yo fui, no vos, no yo, por qué la tiraste: la family que no aparecía, la family que no estaba en ningún lado.
Para mis abuelos siempre fue la maquinita. En verdad, toda máquina, para ellos, es un derivado de esa misma palabra. Cuando me compraron la computadora años más tarde, el reclamo pasó a ser de “estás todo el día con la maquinita” a “estás todo el día con la maquinola”. Supongo que no entenderían qué tanto se podía hacer con cuatro botones y una pantalla. No los juzgo: yo tampoco entiendo qué tan divertido puede ser escuchar la radio hasta la madrugada.
Ahora me doy cuenta de que no estaban tan errados: en sí, era una maquinita. Buscando en la Wikipedia encontré que la Family game es una versión trucha que se hizo en la Argentina de la Nintendo Entertainment. Extrañar la copia pirata de algo tiene un qué sé yo medio raro. Me imagino las fábricas clandestinas en China, los viajes ilegales en barco hasta Argentina, las millones de familys que cruzaron el Atlántico. Pero, en verdad, no me importa. Como el Principito le cantaba a su rosa, yo repito: mi Family game es mi Family game es mi Family game. Yo soy el único que la había domesticado.
Cuando me iba de campamento, mis papás me prometían que si no perdía nada me iban a regalar un cartucho nuevo. Yo, que solía dejar las cosas tiradas por ahí, miraba atento que no se me cayera ni un centavo, que todo volviera a la mochila, que, ni por asomo, me olvidara el cepillo de dientes en el baño. Con esa estrategia, la pilita de juegos pasó a ser la pilota. Para mi papá, solo existía uno de fútbol que jugábamos después de almorzar. Para mi mamá, en cambio, la family era el Tetris: una y otra vez me decía: “¡te juego al Tetris!” y yo accedía a tratar de encajar las piezas en lugares complicadísimos. A mí, sin embargo, me obsesionaba el Mario Bros: pasaba horas y horas intentando matar hongos, juntar monedas, saltar vacíos, llegar a la final. Había un nivel que nunca podía pasar. Mario corría dentro del mismo castillo pero nunca avanzaba: era siempre el mismo escenario, la misma musiquita, los mismos desafíos. Pasaban una, dos, tres horas y me quedaba estancado ahí. El monstruo estaba del otro lado y nunca aparecía; la princesa, tampoco, nunca sería rescatada. Me llevaba la family a la casa de mis abuelos e intentaba, toda la mañana, encontrar el truco que me hiciera pasar de nivel. Con tantos game overs, me terminó aburriendo y lo dejé de lado.
Todo esto y, en verdad, no sé bien cuándo perdí la family. Supongo que en las sucesivas mudanzas que tuve cuando era chico, la habremos abandonado. O, más bien, lo que todos hacemos cuando nos mudamos: tirar las cosas sin sentido que fuimos acumulando durante años de no ordenar. No me quiero imaginar la escena: mis papás poniendo cosas en las cajas de mudanza, la family que entra en la bolsa de basura, los gritos que vuelven: “¿dónde, dónde la pusiste? ¿Por qué la tiraste? ¡Siempre es lo mismo!”.
Unos meses atrás me bajé a la compu algunos juegos. Después de Internet y la Play, volver a la family tiene el gusto que me imagino sentirá un arqueólogo: regresar a los principios, recuperar la historia humana. Me sorprendió que me acordara de tanto: los trucos para ganar más puntos, los atajos para llegar más rápido, los pasadizos secretos. Pero, diez años después, y lo digo con bronca, todavía no puedo pasar de nivel en el Mario Bros.

19/12/09

La carta me la había dejado en la cartuchera mientras estábamos en el recreo. Estaba escrita con letras recortadas de una revista y decía: “Gastón, soy tu admiradora secreta. Me gustás mucho, anónimo”. Yo estaba en tercer grado y no sabía bien qué significaban algunas palabras así que le pregunté a media escuela quién se llamaba Anónimo. Todos me decían que no lo conocían hasta que una compañera se me acercó y me dijo: “yo soy anónimo, no busques más”. Y yo, más boludo imposible, le contesté: “pero pará, ¿vos no te llamás María Clara?”.

6/12/09

Hace dos años vine a estudiar a Buenos Aires. A los meses de mudarme, mi hermana trajo un gato a mi casa de Bahía. A mí me sonaba raro porque mi familia siempre fue fóbica a las mascotas. Mi mamá se quejaba de que los animales rompían todo y mi papá de que ya bastante bestias éramos nosotros. Pero, de la noche a la mañana, ahí estaba el gato: peludo y más chico que una mano, apenas si abría los ojos. En mi casa nunca se supo bien la mitología cristiana así que le pusieron de nombre Gaspar porque “era todo negro”. Después nos enteramos de que el negro de los reyes magos se llamaba Baltasar pero el gato ya tenía dos meses y no había vuelta atrás. Al principio me caía bien la nueva mascota familiar y cuando volvía a Bahía en vacaciones me divertía peleándolo con una rama. Pero, con el tiempo, empecé a notar algo raro. Mi mamá a veces se confundía y le decía “Gasti” en vez de “Gaspi”, mi hermana lo llamaba “hijito” y el gato comía mejor que yo. No es que sea celoso pero la semana pasada estuve buscando en Google si existe el felinicidio.

28/11/09

Reviso los libros que leía cuando era chico y encuentro uno de Pinocho. Doy vuelta algunas páginas y leo:
“-Cuando los muertos lloran, es señal de que empiezan a recuperarse -dijo el cuervo con solemnidad.
-Lamento contradecir a mi famoso amigo y colega -dijo el búho-, pero yo creo que cuando los muertos lloran es porque no quieren morir.”

¿Habrá sido Pinocho el primero que me dijo que la vida un día termina?

15/11/09

Quiero ser un pendejo 4
Si hay algo que salta a la vista es que los pendeviejos son gorilas. Odian a los cabecitas, aman la comida gourmet y siempre están en la última. Se definen como hombres modernos antes que como metrosexuales. Algunos dirán que son gatos, que un hombre no puede usar cremas ni vivir todo el día en el gym. A ellos no les interesa porque se consideran tipos comunes, tipos de familia. A veces salen en la tele diciendo que no hay familia sin seguridad, que son hijos de inmigrantes, como vos, como yo, y que ayudame, ¿me ayudás?

9/11/09

Quiero ser un pendejo 3
Una rubia le cuenta a un cincuentón que cuando era chica festejaba sus cumpleaños en el Pumper Nic, ése que quedaba en Florida casi llegando a Lavalle. Él le dice que sí, que llevaba ahí a sus hijos cuando eran chicos. Los dos se ríen y ella dice: “qué loco, ¿no? Las vueltas que da la vida”.

3/11/09


Quiero ser un pendejo 2
En la mesa de al lado se sienta una pareja. Él es italiano, musculoso y re careta. Habla de Praga, París y New York mientras ella le cuenta de Liniers, Florencio Varela y Morón. Cuarentón pero mantenido, alguna que otra cana, pide un Absolut Vodka. Le dice a ella en un español medio atravesado que se corra para allá, que le quiere tomar una foto y saca su iphone. Ella se ríe y él le dice que es una princhipesa; ella se vuelve a reír y él dice uno, due, tre, ¡whisky! Los dos miran la foto, salí horrible, no digas eso si eres hermosa, la Reina del Plata, la ragazza più bella del mondo. Entre tanto piropo, suena el iphone, un ringtone de electro house, y con el punchi punchi de fondo ella le pregunta quién te llama y él se hace el boludo, le dice nadie, no importa, otra foto: uno, due, tre, ¡whisky!

20/10/09

Quiero ser un pendejo 1
Llegan de Palermo, Belgrano y Recoleta e invaden de a poco los bares. Ellos, cuarenta y pico, chomba cocodrilo y botas muy top. Ellas, adolescentes mi-mamá-me-mima, lentes grandes y carterita trucha de Louis Vitton. Las menos prudentes usan shorcitos que dejan poco a la imaginación. Las recatadas, pollera tres cuartos o babucha. Ellos tienen pancita de cerveza y se prometen bajarla el finde haciendo footing. Ellas se quejan de que no tienen el culo de Araceli González, de que ojalá tuvieran las tetas de la Prandi, de que la ropa ya no les entra. Pero a ellos no les importa. Son las ocho y una pareja llega tras otra. Es sábado a la noche y Puerto Madero se llena de pendeviejos y pendejas.

28/9/09

Veo veo, ¿qué ves?, otra oferta, ¿cuál es?, no tengo cambio, más chico ¿no tenés? Caja cerrada, pasá por caja rápida; che vos, no te colés. Mamá, mamá, dale, compramelo; el quiero, quiero lo dejamos en casa, y ahora ¿qué querés? Participá, ganá, ahorrá: encargado de limpieza se lo solicita en caja diez. Efectivo o tarjeta, quince por ciento de descuento en lácteos y perfumería; no compres ese vino porque no llegamos a fin de mes. No me quedan más monedas, acá está su vuelto, sesenta y ocho con noventa y seis. Recargá tu celular al instante, Pago Fácil, Rapipago, todo lo que buscás, acá lo tenés. Sí amor, recién salí de la ofi, estoy en el súper. Viste qué cara está la papa, si serán sinvergüenzas los del Indec. Veintisiete años cerca tuyo, el que rompe paga, mejor no toqués. Veo veo, ¿qué ves?, otra oferta, ¿cuál es? Son re contra mil ofertas del mes: ¡Carrefour lo hizo otra vez!

7/9/09

Diario de un combatiente
Me fijé qué hora era en la pantalla de SubteTV y noté que una vez más estaba llegando tarde a la facu. Intenté imaginar alguna forma de evitar la falta. Ya estaba al borde de la depresión al darme cuenta de que no soy Forrest Gump ni mucho menos Superman, cuando por suerte vi la remera de un tipo que estaba subiendo por la escalera mecánica y decía algo así como que la única lucha que se pierde es la que se abandona. Así, con ese espíritu combativo, me propuse llegar temprano aunque tuviera que mover cielo y tierra. No sé si Evita volverá y será millones, pero lo que sí sé es que cuando sonó el piii, estación Carlos Pellegrini y se abrieron las puertas, subimos, si no millones, al menos un cuarto de la ciudad de Buenos Aires. Pero yo, ni tonto ni perezoso, me abalancé sobre el primer asiento que vi libre: “llegaré tarde –pensé–, pero viajar parado, jamás”. Acababa de arrancar el subte, cuando sentí que algo me vibraba; agarré el celular y leí “llamada entrante, mamá”. “Sí, cómo estás má, estoy yendo a la facu, te escucho medio mal. Viste que te llamé esta mañana, vos que sabés de Historia, ¿por qué si Hobsbawm es marxista plantea que…” y la pregunta seguía, pero no los quiero embolar. Y mi vieja que me respondía con estructura, superestructura, determinación en última instancia y no sé qué más. Y yo diciéndole que sí, que claro, que bueno, te llamo más tarde, gracias má. Apenas le corté, un señor de lentes que estaba sentado al lado me dice: “discúlpame que me meta, las paredes no escuchan pero yo sí y te quería explicar que no es que Hobsbawm descarta lo económico” y después algo así como que la vulgata, el marxismo ortodoxo y la Guerra Nuclear. Un cuarentón de traje y corbata nos miraba con cara de no entender nada; al rato se dio vuelta y siguió leyendo Padre rico, padre pobre, un best-seller mundial. El tipo de lentes parecía especialista en el tema y pensé qué bueno que estaba sentarse al lado de alguien que tenía la respuesta a lo que justo quería preguntar: una especie de Google, pero en la vida real. Dijo ser profesor de Teoría Política y supuse creerle, pero mientras nos bajábamos en la estación Ángel Gallardo, vi cómo en el andén nos esperaba riéndose un tal Carlos Marx.

29/8/09

En un primer momento pensó que era una pelusa algo más grande de lo normal aunque supuso que, más allá de eso, no dejaba de ser una simple pelusa. Cuando empezó a moverse se dio cuenta de que su primer juicio estaba errado: las pelusas, en general, no se mueven. Pero se dijo a sí mismo: “debe ser un día bastante ventoso, después voy a tener que barrer la tierra que entre por debajo de la puerta”. Volvió a apoyar su cabeza sobre la almohada e intentó seguir durmiendo. Aunque, curioso como era, mantuvo los ojos entreabiertos y vio que algo continuaba moviéndose. “¿Tanto viento habrá?”, se preguntó. Afinó la mirada y de repente la vio. Después de pegar un grito, saltó de la cama. La mancha apareció definida: se trataba, en verdad, de una cucaracha. Ya estaba a punto de tomar una zapatilla para darle fin a la vida del insecto cuando se imaginó a sí mismo llevando a cabo un acto tan cruel. Pensó en los padres de la cucaracha, el llanto por la pérdida de su hijo; él, que tan bueno se creía, siendo el destructor de una familia artrópoda. Debatió consigo mismo sobre la posibilidad del ser o el no ser del insecto, se cuestionó si las cucarachas tendrían también un cielo y un infierno y, en tal caso, cuál hubiera sido el destino del bicho que tenía en frente suyo. Lo miró de nuevo y parecía haber sido un buen hijo del Señor: movía las antenas de una manera tan inocente que de ninguna forma podría haber cometido algún pecado.
Pero el insecto seguía ahí y él no podía permitirse un nuevo inquilino en su hogar. Tal vez en un futuro cuando viviera en una casa de dos pisos aceptaría cohabitar con una cucaracha pero, por el momento, ya tenía demasiado con su esposa y tres hijos. Decidió matarla de una forma menos cruel: un zapatillazo, recapacitó, era demasiado. Inspeccionó la alacena y encontró un tarro de Raid que, como leyó en la etiqueta, las mata bien muertas. Estaba a punto de rociar al insecto cuando se acordó de un libro que había leído en su juventud en donde el protagonista se transformaba en una cucaracha. Pensó: “¿y si este bicho tan feo es mi esposa?”. Después de todo, no la había visto esa mañana, así que tal vez, mientras dormían, se había convertido en un insecto. Tomó el celular y la llamó. “Ay amor, que bueno que seas vos, estás bien, ¿no? Porque sabés que justo acá encontré una cucaracha y te acordás de ese libro que un tipo se transforma en un insecto, entonces nada, por un momento pensé: ¿y si mi cuchi cuchi ahora es este bicho?”. Del otro lado silencio. “Vos te das cuenta, yo sé que después del casamiento empecé a engordar y ya no tengo el mismo cuerpo que a los veinte, pero esto es el colmo, el colmo, ¿ahora me confundís con una cucaracha?”. “No mi amor, si vos sabés que yo te amo, si siempre te digo que sos la más linda del mundo.” La esposa no cedía: “¡bicho tu abuela!, a mí no me llamás así, esto lo vamos a hablar en casa, porque no puede ser que…” cuando, de repente, la cucaracha se metió debajo de la cama. Apagó el celular y decidió, de una vez por todas, matarla. Intentó con palos, escobas y aspiradoras hacerla salir pero no obtuvo ningún resultado. Buscó alguna manera ingeniosa de atraerla y comenzó a bailar aquel viejo tema que escuchaba en su adolescencia. Movió la cadera para un lado y empezó: pisa la cucaracha, matá la cucaracha, ¡elimina cucaracha! El insecto, ante tanto movimiento, asomó la cabeza por el costado de la cama. De repente se sintió avergonzado: ya tenía cuarenta años como para andar bailando temas de su juventud. “Ah, esa sí que era una buena época”, suspiró. Pero no era momento de ponerse nostálgico. Miró la cucaracha y decidió, para no sentirse culpable, que la tiraría a la calle. El destino decidiría si el bicho se merecía o no seguir viviendo. Lo tomó de las antenas y lo arrojó por la ventana. Y pobre la cucaracha, tirada en la vereda, ya no puede caminar, porque le falta, porque le falta, la patita de atrás.

13/8/09

Cuando apareció el primer hipermercado, los vecinos sentimos un alivio: ya había pasado la época de los súper y el mercadito de acá a la vuelta era parte de la prehistoria; así que cuando nos dimos cuenta de que nuestro barrio había definitivamente entrado en la era de lo “híper” nos tranquilizamos todos un poco. No es que seamos hipermodernos ni tampoco hipersensibles pero ver que alguien se animaba a invertir en nuestras cuadras significaba que en verdad no estaban tan venidas a menos; que si bien a las puertas de roble no les quedaba ni rastro de barniz, no había mal que dure cien años ni tampoco barrio que lo resista.
La abuela fue la primera que intentó pronunciarlo: dijo algo así como uoluart, pero mi hermana, que siempre la tuvo re clara en inglés, le explicó: “no es uoluart, es Wal Mart”. Yo le pregunté cómo se pronunciaba la estrellita que estaba en el medio pero ahí no me supo responder y que vos siempre le buscás la quinta pata al gato, qué importa la estrellita, es Wal Mart. Mejor no preguntar, entonces, y uno a uno todos los vecinos fuimos entrando por una puerta que se abría sola: las maravillas de la tecnología, diría después mi papá. Me acuerdo de que mi primo me contó que en una ciudad de Italia la gente navegaba en góndolas, y yo le dije algo así como que los hipermercados tenían góndolas pero no eran botes; él ya no me escuchaba, me había subido al primer carrito que tenía a mano y me hacía navegar por los pasillos. En pocos minutos, pasábamos de la verdulería con el olor de los kiwis que se mezclaba con el de la espinaca, a la sección de alimentos para perros. Un día miré para arriba y vi una cara amarilla que me sonreía, le devolví el gesto y leí “precios bajos, siempre”. Me imaginé los precios bajos, yo ya había crecido porque estaba en quinto y la señorita decía que éramos chicos grandes y que no podía ser que nos sigamos portando como los de primero. Pero no importaba, el hecho es que ya medía un metro treinta y me daban un poco de lástima esos precios que todavía no habían crecido.
De fondo se escuchaban las ofertas del mes, alguien que repetía “llevá dos, pagá uno”, mi primo diciendo ni loco, ya bastante pesás vos, mirá que voy a llevar dos si apenas puedo con uno. Y yo pegándole y gritándole que no me trate de gordo, el carrito que volvía a andar y terminábamos en la sección de electrónica. Nos fascinaba todo: los televisores, las computadoras, los videojuegos en tres dé. Y así como si nada, aparecía mi hermana que ya había paseado por los pasillos de cosmética y ropa femenina y me preguntaba si me había dado cuenta de la luz tan blanca del Wal Mart –le encantaba pronunciarlo en inglés–, y yo diciéndole que sí, que estaba tan pálida, que tal vez esa luz nos termine haciendo blancos, como a Michael Jackson. Y ella me aclaraba que no, que ése se había bañado en leche y los dos nos imaginábamos miles de sachets volando por encima de las góndolas, la leche blanca cayendo, la vía láctea en un hipermercado. No teníamos tiempo para terminar de hacernos la escena, cuando papá y mamá ya nos estaban pidiendo que nos quedemos haciendo la cola, que no nos movamos de ahí y de repente una señora que nos decía: “buen día, bienvenidos a Wal Mart” (mi hermana orgullosa: “yo lo pronuncio mejor”).
Con el tiempo, volvimos de los híper a los súper y mi mamá asegura que ya no hay héroes. Mi abuela está contenta porque no tiene que aprender inglés y mi papá dice que extraña las puertas que se abren solas. Yo de vez en cuando voy al mercadito de acá a la vuelta, aunque la otra vez vi a un chino llorando en la tevé.

13/7/09

Una noche me hablaste de tus ex y los definiste en dos o tres palabras: “era un pelotudo”, “no entendía nada”, “está medio loco”.
Me pregunto: ¿con qué dos o tres palabras me describirás ahora?

29/6/09


Mi papá está con el campo. Mi mamá con el gobierno.
Hace ocho años están separados. Supongo que al menos el divorcio sirvió para evitar otro conflicto nacional.

6/6/09

Una especie de reciente aparición en el territorio argentino ha sido el pastor brasileño. Mamífero de la familia evangelius, su extendido período de celo ha provocado la reproducción desmedida de este animal. Los biólogos aún discuten si se trata o no de una plaga.
El origen de este cuadrúpedo se sitúa en el Amazonas de Brasil, donde el clima benevolente y la excelente disponibilidad de alimento han posibilitado un rápido desarrollo de esta especie. Diversos especialistas en el tema afirman que, debido a la persistente tala de dicha selva, este mamífero ha decidido emigrar a tierras aledañas.
Los pastores brasileños suelen ser de contextura grande o, como se dice coloquialmente, “rellenitos”. Algunos científicos sugieren que tal vez se deba a una excesiva ingesta del “pan de cada día”. Además de este alimento, la dieta de este animal es a base de arroz blanco y feijão.
Se adaptan a diversos hábitats: la Iglesia Universal del Reino de Dios, ciertos canales de televisión y las variadas mansiones en donde viven. En la TV gustan de aparecer a la noche en donde prometen diferentes milagros a cambio de cierta cantidad de dinero. Debido a esto, los mitólogos han comparado a este mamífero con las sirenas: el canto atractivo –afirman– puede ser mortal.
No ladran ni maúllan, pero suelen emitir una y otra vez el mismo sonido: ¡pare de sufrir!. El lenguaje que utilizan es más bien gestual, aunque en ciertas ocasiones llega a ser verbal. Suelen inventar neologismos como “hoy tenemos una persona dolida de sentimiento”, creando así una mezcla extraña entre el español y el portugués. Sin embargo, especialistas en comunicación animal afirman que el pastor brasileño posee un lenguaje más evolucionado que otros especímenes provenientes de Brasil, a saber, Anamá Ferreira que, luego de treinta años de vivir en tierras hispanohablantes, todavía dice “bom dia”. De este modo, los pastores brasileños se ubican, en la cadena evolutiva, entre Anamá Ferreira y el homo sapiens.
Ciertos hábitos de esta especie son: pedir limosna, sacar demonios, prometer una vida mejor después de la muerte, bendecir en el nombre de Cristo y vender agua bendita por televisión. En este último caso se emparentan con otro miembro del reino animal, el vendedor de Sprayette, quien también profetiza múltiples desgracias en caso de no llamar en los próximos treinta minutos.
Aún se encuentra en discusión el supuesto poder curativo de este mamífero. Algunos etólogos sostienen que son capaces de salvar a una persona de la drogadicción, la anorexia, el alcoholismo, el SIDA, las peleas familiares, la envidia, los demonios, la mala suerte, la discapacidad motriz, el hambre, la gula y la avaricia. Para todo esto, claro está, ¡llame ya!
Este animal suele ser depredador de Xuxa, un espécimen que también proviene de Brasil. Gracias a diversas organizaciones ecologistas, aún no han podido extinguirla. Así, mientras los pastores brasileños auguran un futuro aterrador, invocan a los mil demonios y vaticinan el Apocalipsis, Xuxa sigue cantando: “todo el mundo está feliz, ¡muy feliz!”.

21/5/09

Ayer estaba leyendo el diario y un titular decía: “Un barco estadounidense logró escapar del ataque de piratas somalíes”. De repente me sentí como si viviera en el siglo dieciséis. ¿Cómo será un pirata posmoderno? ¿Usará parche o ya estará demodé? Me pregunto si su película favorita será Piratas del Caribe o no habrá llegado a su barco un reproductor de DVD. Pero volviendo al diario, ¿cómo hubiesen sido los titulares de otras épocas? “Un loco dice ser hijo de Dios”. “Nerón pirómano: decidió incendiar Roma”. “Terminó el cuaternario: chau a las glaciaciones”. “Ganamos la lucha contra el Hombre de Neandertal”. ¿Algo de todo eso habrá existido? Cuando se peleaban los emperadores del Imperio Romano, ¿habrá vivido alguna Viviana Canosa que cubriese el evento? Piratas de nuestro siglo, Rial hablando en latín, Jesús que tiene un blog en Internet. Siento que nací en un tiempo que no termino de entender.

5/5/09

El primer día que fui a la facultad me sentí como Harry Potter entrando a un Hogwarts tercermundista. No es que la UBA no tuviera su encanto pero, claro está, una cosa es la magia que se aprende en Inglaterra y otra la que nos enseñan en la Argentina. Cuando era chico esperaba ansiosamente cumplir once para recibir una carta que dijera que no era un chico común sino un mago. Cuando llegó mi cumpleaños, me quedé hasta bien tarde aunque ninguna lechuza mensajera se asomó por el barrio. Concluí que tal vez se había extraviado la carta pero, seguramente, me llegaría otro día. Mientras tanto, cuando iba al campo de mis abuelos, practicaba con alguna rama tirada, la convertía mágicamente en una varita y decía “wingardium leviosa”. La pronunciación no debió haber sido la mejor porque nunca logré levitar nada. Al final, me terminé conformando con el videojuego de Harry Potter y ver que al menos, en la pantalla, los trucos sí funcionaban.

26/4/09

Receta para hacer una maestra ciruela
Ingredientes: una maestra, treinta alumnos, polvo de tiza (a gusto), un borrador. Preparación: se coloca la maestra en un aula, se revuelve con los chicos que no paran de hablar, la maestra que se enoja y acerca el dedo índice a los labios, lo ubica de forma vertical, sacude la otra mano y repite: la lechuza la lechuza hace sh hace sh todos calladitos como la lechuza que hace sh que hace sh. Una vez bien mezclada la masa, al ver la maestra que los alumnos no se callan, procede a tomar el borrador, lo golpea en el pizarrón, grita una vez: “chicos, ¡hagan silencio!”, les pregunta: “chicos, ¿en qué idioma les hablo? ¿en chino? ¡les dije que hagan silencio!”, los chicos que no entienden, los chinos tampoco, el borrador que sigue golpeando el pizarrón, el polvo de tiza que cae sobre el piso, la maestra que insiste: “¿qué se piensan, que esto es una cancha de fútbol?”. Cuando la mezcla adquiere forma consistente, se la lleva al horno, de repente se hace silencio y, entonces, para romper el hielo, se grita bien fuerte: “¡honor y gratitud, al gran Sarmiento!”.

11/4/09

No me acuerdo la primera vez que hice clic en Inicio. Desde ese día al día de hoy, menos aún sé la cantidad de veces que apreté la opción “Aceptar” o “Cancelar”. Lo que sí me acuerdo son los primeros días que estrenamos compu en casa. Era, para todos, un objeto sagrado, el comentario de la familia, algo que mejor no tocar, no vaya a ser cosa que la rompás. Como los días pasaban y nadie se animaba, mi mamá decidió llamar a Sandra, una profe de computación. Hablaba con palabras difíciles que tardé mucho en asociar: ésta es la memoria ROM, que es diferente a la memoria RAM, éste es el CPU y éste es Winamp. Entendí todo lo que me interesaba: cómo ir a Programas y después Accesorios para jugar al Buscaminas o al Solitario, cómo hacer dibujos malísimos en el Paint o cómo escribir cartas que nunca iba a enviar.
Con los años, la compu pasó de estar prendida media hora a casi no ser apagada. De a poco, fuimos cambiando el Buscaminas por el Counter Strike, el ICQ por el Skype, el Solitario por el chat. A Internet un día entré y hasta el día de hoy no puedo escapar. Algunos dicen qué tanto habrá. No sé si hay tanto, pero algo sí hay. Nombro, por ejemplo, Wikipedia, Youtube y algún que otro diario online. Todavía no encontré ningún amor por Internet, pero bien vale intentar. A veces me pregunto: si Julieta hubiese nacido en el siglo veintiuno, ¿conocería a Romeo por el chat? ¿Escribiría como mensaje para mostrar “oh Romeo, Romeo, dónde estás que no te veo”? Romeo y Julieta, ¿tendrían un romance virtual?
Del Inicio de la primera compu quedó poco. En el Windows actual ni siquiera aparece la palabra: hay un logo y un círculo, y nada más. La barra de tareas ya no es gris y el MSN ahora se llama Messenger Live. Como dice un viejo tema: cambia, todo cambia. Con el tiempo, Windows y yo también cambiamos.

27/3/09

La camisa y la corbata, el pantalón de vestir y las plantas del patio que teníamos en la casa de la Avenida Colón. Los dientes de leche apenas me habían crecido, pero ya sabía decir “primer día”. Mi mamá detrás de cámara, un acontecimiento familiar: el más chico de la familia empieza la primaria. El uniforme de la escuela delata la historia que en ese momento no entendía: una corbata menemista, una camisa privatizada.
La ilusión del primer día; la pose canchera y la mirada de no entiendo nada. Mi nombre, de repente, una estrella: “Gastón” en el liquid paper, en la voligoma, en las lapiceras, en el sacapuntas. Sí, presente señorita. Sí, soy yo. Sí, soy el hermano de.
La entrada a un mundo nuevo: mi mamá me mima, composición tema la vaca. En primer grado ya somos todos grandecitos, esto no es el jardín, yo soy la seño Susana. En fin, la escuela primaria.

6/3/09

se dice de ,

4/2/09


en el instante que
Dios dijo: "hágase la luz",
tardó su buen rato,
y no por la compañía eléctrica universal,
sino por el tiempo
que la luz tarda
de viajar en el tiempo,
300 mil km. por segundo
en el instante que viste
Dios dijo: "hágase la luz".

22/12/08

en el mundo, una persona muere de sida cada 10 segundos.

10/12/08

siempre que pienso en dictaduras pienso en psicoanálisis: argentina es un país que, pese a su juventud, padeció cinco abusos en su infancia. como todo abuso, el fantasma del golpe parece ser un trauma al que la historia de esta región vuelve de forma patológica una y otra vez. hoy, veinticinco años después, nuestro país sigue, como puede, este camino de la democracia. y, volviendo al psicoanálisis, si hay algo que también aprendimos de Freud es que las heridas se curan hablándolas: terapia es, básicamente, cura por la palabra. palabra que, a su vez, es base de toda democracia. alfonsín veinticinco años atrás decía: "con la democracia se come, se cura y se educa". una frase que, al menos hoy, estaría bueno pensarla.

30/10/08

ya lo dijo Albus Dumbledore: "se vienen tiempos difíciles, Harry".

sé que es cliché decirlo, pero no deja de ser real: cuando los ricos se equivocan, bancos, gobiernos y cumbres mundiales los ayudan. ahora bien, cuando los pobres se equivocan: qué horror, qué asesinos.
*
y bueno, nada, viva la inseguridad!

13/9/08

Todo me sorprende. A veces tengo la sensación de que hace una hora que he venido a la tierra y de que todo es nuevo, flamante, hermoso. Entonces abrazaría a la gente por la calle, me pararía en medio de la vereda para decirles: ¿Pero ustedes por qué andan con esas caras tan tristes? Si la vida es linda, linda...
*
dios, alá, buda: los amo a todos.
gracias, gracias.
¡la puta, que vale la pena estar vivo!

1/9/08

Limpian vidrios, venden desde flores hasta autitos de juguete, hacen malabarismos, piden limosna, arrastran muletas con expresión mendicante, muestran un certificado donde "consta" que están enfermos de sida. También hay otros que balbucean un torpe castellano para pedir una moneda y decir que son rumanos o bosnios, exhiben sus chicos con un cartel de "desocupado". Cada vez más personas aguzan el ingenio para sobrevivir en Buenos Aires.

Figueroa Alcorta, Leandro Alem, Paseo Colón, Florida, 9 de Julio, Callao, son las calles preferidas por este pequeño ejército de excluidos de toda protección social. A toda hora del día, puede verse a las tristes mujeres rumanas con sus hijos en brazos, a discapacitados que imploran un "ayúdeme", a vendedores de parasoles, cañas de pescar, inflables para las piletas y otros artículos de verano. Están, también, los que piden "una moneda para el colectivo", y a veces aparecen algunos "veteranos" de Malvinas, que solicitan una "colaboración".

(Clarín, 18/02/2001)

19/8/08


empecé el segundo cuatrimestre y me cuestiono,
si educación o represión
si institución o anarquía
si crecimiento o

me acuerdo que cuando era chico lo mejor de empezar las clases pasaba unos días antes.

yo sacándole punta a los lápices,
mamá que le ponía nombre a todo,
que no se pierda la goma de borrar, que no se pierda, decía;
la seño hablando de respeto y no hagamos lo que no nos gustaría que nos hagan, esa ética tan démodé: la escuela.
la escuela, que me ilusionaba; el primer día, la vuelta al cole.

la facu no tiene esa magia.
pero, mientras escribo esto confieso que me copé leyendo un texto de sociología.

La persona lectora no obtendrá de este libro grandes recetas para cambiar la vida ni grandes incitaciones a cambiarla, pero sí algunas consideraciones sobre el hecho de que las cosas no son necesariamente, naturalmente, como son ahora y aquí. Saberlo le resultará útil para contestar a algunos entusiastas del orden y el desorden establecidos, que a menudo dicen que "es bueno y es natural esto y aquello", y poder decirles educadamente "veamos si es bueno o no, porque natural no es".

aprendiste la palabra solidaridad en el mismo lugar que aprendiste a escribirla.
la escuela es el lugar donde aprenden los chicos.
nunca dejé que la escuela entorpeciera mi educación.

un poco, un poco de todo esto.

12/8/08

take your canvas bag when you go to the supermarket!

8/7/08


volver,
con la frente marchita.
*
sentir,
que es un soplo
la vida.

18/6/08


se mueve.
(posta!)

3/6/08


tuve un típico fin de semana de turista, fotito en el obelisco de por medio. vino mariana a mi casa, una gran amiga, y aprovechamos a hacer algo de city tour: palermo soho, malba, arteBA, congreso, puerto madero, recoleta.

buenos aires hoy en día se parece a una prostituta que se regala por poco. que se regala de puro placer. y así, la marea de turistas-clientes pasa una, dos, tres noches, las que sean: todo x $2.

buenos aires, puta barata. aunque como turista digo: puta sí, pero con estilo.