26/8/12


Yo miro a Nueva York del nido de un gorrión


No se puede hablar de Nueva York. 
Cuando intentás un adjetivo, diez mil escenas de Hollywood ya lo dijeron mejor que vos. ¿Cómo describir esta ciudad después de Paul Auster? ¿Qué sentido tiene mostrar las calles que filmó Woody Allen en Manhattan o Annie Hall? Nueva York debe ser la ciudad más metalingüística del mundo: de cada esquina, hay cientos de planos detalle; cada bar, tiene una poesía en su honor. Ese cafecito del Soho que sentís tan tuyo, al minuto te das cuenta que fue el protagonista de varias aventuras de Carrie, Miranda y Charlotte.
Menos se puede hablar de la Gran Manzana cuando uno la conoce sólo a partir de Friends o Un argentino en Nueva York. Yo tenía once años y, para mí, la ciudad que nunca duerme era el lugar en que Francella decía mu para pedirle leche a una camarera afroamericana. Once también fue el día de septiembre que no fui a la escuela. Gracias al gran padre del aula, una vez al año podíamos zafar del guardapolvo blanco: Sarmiento, inmortal. En el feriado del día del maestro, estaba en piyama mirando A jugar con Hugo. Me acuerdo de una bruja que decía: “adelante, elegí, estoy segura de que perderás”. Me acuerdo del lunar en la nariz que tenía Gaby, la conductora. Y después, me acuerdo de mi mamá que salió apurada de su estudio y abrió la puerta del living. Poné ya el noticiero, papá me dijo que tiraron las Torres. Pregunté qué torres pero la duda fue innecesaria: la imagen de un avión atravesando un edificio en Manhattan valió más que mil palabras. En verdad, nadie vio cómo se cayeron las torres. Vimos fuego, manchas que eran personas tirándose desde el piso ciento y pico, gente corriendo sin querer mirar atrás. Pero en el momento que se derrumbaron, lo único que vimos fue una nube enorme de humo y polvo. Como si el espanto no quisiera transmitirse en vivo y en directo. 
Esa noche, Susana Giménez se largó a llorar y pidió un minuto de silencio. Dijo que si las Torres se habían caído, era posible que los terroristas hicieran desaparecer todo el planeta. Me fui a la cama pero no pegué un ojo: no sea que el mundo decidiera borrarse mientras yo estaba durmiendo. El apocalipsis tenía que ser visto. 
La tragedia no fue el fin del universo sino volver al cole con unas ojeras hasta el piso. En la clase de inglés, se armó debate. Una compañera opinó que se lo merecían, que la tele también debería mostrar las muertes en Afganistán. La teacher se alteró: una cosa era New York y otra unos árabes en el medio del desierto. Yo en ese momento no tenía ni idea de política. Lo único que pensé es que, por primera vez, el Duende Verde le había ganado al Hombre Araña.
El que sí se alegró por el atentado del 11 de septiembre fue mi papá. Lo primero que calculó fue que este quilombo iba a abaratar los precios de las aerolíneas. A la semana, anunció la noticia: “en diciembre, nos vamos a Europa”. La crisis del 2001 la viví mirando el Sena. La felicidad 1 a 1 había que despedirla con crêpes y champagne. Después de todo, se habían caído las Torres pero siempre nos quedará la tour Eiffel
Once años después, cuando cumplí 22, pude hablar de Nueva York. Por un intercambio, fui a trabajar en el Empire State. La primera semana me saqué todas las fotos de rigor: yo sonriendo en el Brooklyn Bridge, los brazos abiertos en Times Square, una tarde de picnic en el Central Park. Cuando canté como Frank Sinatra en Navidad, sentí que podía empezar a decir la ciudad. Hollywood nunca te muestra que lo más visto en la Gran Manzana no es la Estatua de la Libertad sino las ratas del subte. Uno se entretiene: hasta que llega el vagón, nada mejor que mirar cómo se pelean por los restos de comida. Una especie de Titanes en el ring pero bajo tierra y por un Big Mac. 



Desde el piso 86 del Empire State, todos buscan el cráter en el medio de la gran ciudad. Preguntan: ¿estaban ahí?, ¿hasta dónde llegaban? Después, en World Trade Center, compran una remera en el gift shop con una estampa: “Yo también extraño las Twin Towers”. En el sur de Manhattan, más que nostalgia, se escucha el ruido de las máquinas que construyen una torre todavía más alta. Esa actitud tan masculina. Nueva York va a poder presumir que ahora la tiene más larga.
A los únicos neoyorquinos que me animé a preguntarles sobre el atentado fue a los chicos que limpiaban el Empire State. Una afinidad metalingüística: hablaban un intento de español, te saludaban con un abrazo y me gritaban oye, ven para aquí argentino. Mientras barrían los pisos del edificio más lujoso del planeta, me di cuenta que se habían criado en un Primer Mundo entre gangsters y Louis Vuitton. La otra vez en la tele escuché cómo hablaba J-Lo y no pude dejar de acordarme de sus caras: ni años en all inclusives de Manhattan, te sacan el acento del Bronx. Una de las chicas una vez me confesó: “cuando vuelvo a Puerto Rico, lo que más extraño de mi barrio es escuchar disparos a la noche; sin ese ruido, no puedo dormirme”. 
Pero ella sí se había podido dormir el 11 de septiembre de 2001. Ninguno me dijo que extrañaba las Torres. Yo esperaba que se les quiebre la voz, que se les caigan algunas lágrimas: Hollywood me enseñó que, en las tragedias, hay que ir a llorar al Central Park. A unas estaciones de subte de donde se habían derribado los edificios más altos de la ciudad, vivieron ese día como un chico argentino a 9.000 kilómetros de distancia. Lo único que recuerdan es que se fueron temprano de la escuela. Y que esa mañana pudieron quedarse en casa, en piyama, mirando la tele. Durante tres días no tuvieron clases y me contaron que los parques del Bronx desbordaban de gente: una colonia de vacaciones de pequeños terroristas. Al fin y al cabo, por una vez en Nueva York, estar lejos de Wall Street tuvo sus ventajas. Hay veces que ser latino ilegal también tiene sus privilegios.

1 comentario:

Paula Kiernan dijo...

Me gusta. Y eso que la edad me está poniendo criticona