15/3/10

Hace un par de meses la quise buscar y no aparecía en ningún lado. Empezaron los gritos: “¡mamá, mamá! ¿Dónde pusiste la family?”. “No sé, yo no la toqué”. “¿Y quién la tocó si no?”. Las eternas peleas de yo fui, no vos, no yo, por qué la tiraste: la family que no aparecía, la family que no estaba en ningún lado.
Para mis abuelos siempre fue la maquinita. En verdad, toda máquina, para ellos, es un derivado de esa misma palabra. Cuando me compraron la computadora años más tarde, el reclamo pasó a ser de “estás todo el día con la maquinita” a “estás todo el día con la maquinola”. Supongo que no entenderían qué tanto se podía hacer con cuatro botones y una pantalla. No los juzgo: yo tampoco entiendo qué tan divertido puede ser escuchar la radio hasta la madrugada.
Ahora me doy cuenta de que no estaban tan errados: en sí, era una maquinita. Buscando en la Wikipedia encontré que la Family game es una versión trucha que se hizo en la Argentina de la Nintendo Entertainment. Extrañar la copia pirata de algo tiene un qué sé yo medio raro. Me imagino las fábricas clandestinas en China, los viajes ilegales en barco hasta Argentina, las millones de familys que cruzaron el Atlántico. Pero, en verdad, no me importa. Como el Principito le cantaba a su rosa, yo repito: mi Family game es mi Family game es mi Family game. Yo soy el único que la había domesticado.
Cuando me iba de campamento, mis papás me prometían que si no perdía nada me iban a regalar un cartucho nuevo. Yo, que solía dejar las cosas tiradas por ahí, miraba atento que no se me cayera ni un centavo, que todo volviera a la mochila, que, ni por asomo, me olvidara el cepillo de dientes en el baño. Con esa estrategia, la pilita de juegos pasó a ser la pilota. Para mi papá, solo existía uno de fútbol que jugábamos después de almorzar. Para mi mamá, en cambio, la family era el Tetris: una y otra vez me decía: “¡te juego al Tetris!” y yo accedía a tratar de encajar las piezas en lugares complicadísimos. A mí, sin embargo, me obsesionaba el Mario Bros: pasaba horas y horas intentando matar hongos, juntar monedas, saltar vacíos, llegar a la final. Había un nivel que nunca podía pasar. Mario corría dentro del mismo castillo pero nunca avanzaba: era siempre el mismo escenario, la misma musiquita, los mismos desafíos. Pasaban una, dos, tres horas y me quedaba estancado ahí. El monstruo estaba del otro lado y nunca aparecía; la princesa, tampoco, nunca sería rescatada. Me llevaba la family a la casa de mis abuelos e intentaba, toda la mañana, encontrar el truco que me hiciera pasar de nivel. Con tantos game overs, me terminó aburriendo y lo dejé de lado.
Todo esto y, en verdad, no sé bien cuándo perdí la family. Supongo que en las sucesivas mudanzas que tuve cuando era chico, la habremos abandonado. O, más bien, lo que todos hacemos cuando nos mudamos: tirar las cosas sin sentido que fuimos acumulando durante años de no ordenar. No me quiero imaginar la escena: mis papás poniendo cosas en las cajas de mudanza, la family que entra en la bolsa de basura, los gritos que vuelven: “¿dónde, dónde la pusiste? ¿Por qué la tiraste? ¡Siempre es lo mismo!”.
Unos meses atrás me bajé a la compu algunos juegos. Después de Internet y la Play, volver a la family tiene el gusto que me imagino sentirá un arqueólogo: regresar a los principios, recuperar la historia humana. Me sorprendió que me acordara de tanto: los trucos para ganar más puntos, los atajos para llegar más rápido, los pasadizos secretos. Pero, diez años después, y lo digo con bronca, todavía no puedo pasar de nivel en el Mario Bros.