13/10/12


Sero

Antes, ella hubiera pensado que era una gronchada. Como los joggings de color turquesa o después los cinturones amarillo flúor, era ese tipo de ropa que uno espera convertir en trapo de rejilla. Pero esta vez, mientras sube al vagón en Carlos Pellegrini, inspecciona la remera pálida del treintañero con lentes a lo James Bond. Es una grasada, de eso no hay duda. Aunque la estampa: “A positivo”. Como si el destino se escondiera en una camiseta transpirada. 
Las canas teñidas del treintañero tapan un cartel de La Cámpora. 
“Todo Negativo”. 
Me estoy volviendo paranoica, piensa. 
Una nena con mocos en la boca vende resaltadores amarillo flúor. Compra dos: tendría que estar estudiando y no yendo a la clínica. Una publicidad de Ravi Shankar.
“Pensá en positivo”.
Trata de no ser acosada por tanto optimismo. Los negativos escasean en los carteles pero encuentra tres. Respira tranquila.
El treintañero saca su celular y pone música al mango. Un tema invade la línea B: “positiva, todo muy bien: está todo muy bien o está todo como el orto”.

El bóxer de corazoncitos ya no le excitaba. Alguna vez le pareció sexy ese gesto adolescente de un rockstar de 42 años. Pero ahora, mientras hacía un strip tease y los corazoncitos terminaban desparramados encima del plasma, ella contaba ovejas como cuando era chica. 
El CD que habían compilado para hacer el amor empezó a tartamudear. Me gustas mu-mu-mucho. La excusa perfecta, pensó.
–Me voy al baño, fijate de arreglar esa porquería.
Una vez más, revisó el hueco detrás de la bañadera. Los frascos seguían ahí. El moho también. No entendía por qué había treinta botellas rellenas de leucocitos. Quiso creer que era narcotraficante de glóbulos blancos. 
Mejor intentar limpiar los hongos. 
Abrió el bidet y dejó correr el agua. Mojó la esponja y empezó a rasquetear.

El treintañero sigue escuchando "Positiva". Ella se baja en Callao y repta despacio por la estación de subte. Por primera vez no quiere salir de ese búnker con olor a meo. La escalera mecánica no se cansa de escupir gente a la Avenida Corrientes. 
Pone un pie en el escalón. Afuera, una parejita se muerde los piercings que tienen en la lengua. 
Mientras camina por Callao, busca una palabra en los carteles que penetran Buenos Aires. No la encuentra. Toca el timbre de la clínica y escribe en su celular.
Negativo.
–El doctor te está esperando desde hace una hora.
–El tráfico es un quilombo.
La sala de espera tiene olor a látex. Todos saben por qué están ahí pero no hay nada qué decir: la vida es un adjetivo. 
Una voz dice su nombre. Ella se levanta y cuenta los pasos hasta el consultorio. La misma voz le pregunta cómo está. 
–Todavía no sé.
Se sienta frente a un escritorio repleto de preservativos. 
La vista nublada no le permite reconocer quién le da una carta. 
–Tomate tu tiempo para abrirla –dice la voz, ahora inconfundible.
Un terremoto en los dedos. Los anillos que tiemblan. 
Abre la carta y busca una palabra. Enfoca la mirada, se pasa un pulgar por cada ojo. Larga una de esas risas que no se saben si son de felicidad o de tristeza.
Mira hacia el escritorio y le pregunta al médico:
–¿Me podés abrazar?

1 comentario:

Candela Sanchez Fourgeaux dijo...

miedo ese titulo, miedoooooooooooooooooooooo