La White House
–Ahora es mi habitación.
Nunca imaginamos que por cuatro palabras íbamos a terminar viviendo al lado de un inodoro. Habíamos llegado a la White House hacía tres días y las valijas seguían desparramadas entre secadores de pelo y latas de cerveza. No nos creímos ese chamuyo de que íbamos a parar a la Casa Blanca: después de todo, no había chances de que Obama se mudara a una residencia en Queens. Apenas vimos las botellas de vino tiradas en la entrada, nos dimos cuenta de que era la White House después del Katrina. Éramos quince preadolescentes viviendo un pedo americano.
–Ahora es mi habitación –repitió, después de sacarse el jean y quedarse en bóxer para dormir.
–Nos dijeron que éste era nuestro cuarto.
–Es cucheta, así que alguien puede quedarse arriba –señaló, con un pie, la cama vacía.
–Pero somos dos.
–Afuera también está el pasillo.
Lo admito: exageré un toque cuando dije que terminamos durmiendo al lado de un inodoro. Pero a la noche, tirados en un colchón que daba justo al baño, escuchábamos la garra que le ponía Marina para evacuar el triple Big Mc que se había morfado a escondidas. Los dedos sobre la garganta y después el tornado de agua que se iba a las cloacas de Nueva York.
Lo mejor de vivir en un pasillo es que terminás convirtiéndote en una especie de Rial. Cuando se apagan las luces, la que parecía más santa se mete de pronto en la pieza del gordito de al lado. Al otro día, en el desayuno, un guiño alcanza para que cualquiera se atragante con un cupcake.
Yo al poco tiempo me acostumbré a que mi mesita de luz fuera una estufa a gas. Pero mi amiga, mientras se ponía el piyama tapándose con las valijas, una noche me confesó:
–Estoy podrida de dormir escuchando cómo la gente intenta cagar.
En el pasillo, habíamos aprendido a convivir con humo de narguile y latas de Budweiser. Decidimos usar la misma táctica que el invasor: cuando no estaba, sacábamos su ropa afuera de la pieza y la poníamos arriba del calefactor. De a poco escondimos todos sus perfumes debajo de los secadores de pelo.
Un día, nos levantamos con un cartel pegado en la frente: “Perdieron las Malvinas, ni lo intenten”.
–Este brazuca ya va a ver –escupió mi amiga, a puro orgullo argento.
Planeamos en detalle la revancha del superclásico futbolero. Guilherme se iba esa tarde a una fiesta en Manhattan. Teníamos tres horas como máximo.
Apenas cerró la puerta de la Casa Blanca, arrancó el partido. Yo en defensa, mi amiga en ataque. Tiramos una de sus sungas dentro del inodoro. En quince minutos, recuperamos el cuarto. Nos atrincheramos con películas del año del pedo y rollos de papel higiénico por si nos hacían llorar.
A la madrugada, nos levantamos porque no paraban de golpear la puerta. Mi amiga mandó un cartel por debajo. Con una fibra negra, había escrito: “Clama el viento y ruge el mar”.
Nunca imaginamos que por cuatro palabras íbamos a terminar viviendo al lado de un inodoro. Habíamos llegado a la White House hacía tres días y las valijas seguían desparramadas entre secadores de pelo y latas de cerveza. No nos creímos ese chamuyo de que íbamos a parar a la Casa Blanca: después de todo, no había chances de que Obama se mudara a una residencia en Queens. Apenas vimos las botellas de vino tiradas en la entrada, nos dimos cuenta de que era la White House después del Katrina. Éramos quince preadolescentes viviendo un pedo americano.
–Ahora es mi habitación –repitió, después de sacarse el jean y quedarse en bóxer para dormir.
–Nos dijeron que éste era nuestro cuarto.
–Es cucheta, así que alguien puede quedarse arriba –señaló, con un pie, la cama vacía.
–Pero somos dos.
–Afuera también está el pasillo.
Lo admito: exageré un toque cuando dije que terminamos durmiendo al lado de un inodoro. Pero a la noche, tirados en un colchón que daba justo al baño, escuchábamos la garra que le ponía Marina para evacuar el triple Big Mc que se había morfado a escondidas. Los dedos sobre la garganta y después el tornado de agua que se iba a las cloacas de Nueva York.
Lo mejor de vivir en un pasillo es que terminás convirtiéndote en una especie de Rial. Cuando se apagan las luces, la que parecía más santa se mete de pronto en la pieza del gordito de al lado. Al otro día, en el desayuno, un guiño alcanza para que cualquiera se atragante con un cupcake.
Yo al poco tiempo me acostumbré a que mi mesita de luz fuera una estufa a gas. Pero mi amiga, mientras se ponía el piyama tapándose con las valijas, una noche me confesó:
–Estoy podrida de dormir escuchando cómo la gente intenta cagar.
En el pasillo, habíamos aprendido a convivir con humo de narguile y latas de Budweiser. Decidimos usar la misma táctica que el invasor: cuando no estaba, sacábamos su ropa afuera de la pieza y la poníamos arriba del calefactor. De a poco escondimos todos sus perfumes debajo de los secadores de pelo.
Un día, nos levantamos con un cartel pegado en la frente: “Perdieron las Malvinas, ni lo intenten”.
–Este brazuca ya va a ver –escupió mi amiga, a puro orgullo argento.
Planeamos en detalle la revancha del superclásico futbolero. Guilherme se iba esa tarde a una fiesta en Manhattan. Teníamos tres horas como máximo.
Apenas cerró la puerta de la Casa Blanca, arrancó el partido. Yo en defensa, mi amiga en ataque. Tiramos una de sus sungas dentro del inodoro. En quince minutos, recuperamos el cuarto. Nos atrincheramos con películas del año del pedo y rollos de papel higiénico por si nos hacían llorar.
A la madrugada, nos levantamos porque no paraban de golpear la puerta. Mi amiga mandó un cartel por debajo. Con una fibra negra, había escrito: “Clama el viento y ruge el mar”.

















Pero el insecto seguía ahí y él no podía permitirse un nuevo inquilino en su hogar. Tal vez en un futuro cuando viviera en una casa de dos pisos aceptaría cohabitar con una cucaracha pero, por el momento, ya tenía demasiado con su esposa y tres hijos. Decidió matarla de una forma menos cruel: un zapatillazo, recapacitó, era demasiado. Inspeccionó la alacena y encontró un tarro de Raid que, como leyó en la etiqueta, las mata bien muertas. Estaba a punto de rociar al insecto cuando se acordó de un libro que había leído en su juventud en donde el protagonista se transformaba en una cucaracha. Pensó: “¿y si este bicho tan feo es mi esposa?”. Después de todo, no la había visto esa mañana, así que tal vez, mientras dormían, se había convertido en un insecto. Tomó el celular y la llamó. “Ay amor, que bueno que seas vos, estás bien, ¿no? Porque sabés que justo acá encontré una cucaracha y te acordás de ese libro que un tipo se transforma en un insecto, entonces nada, por un momento pensé: ¿y si mi cuchi cuchi ahora es este bicho?”. Del otro lado silencio. “Vos te das cuenta, yo sé que después del casamiento empecé a engordar y ya no tengo el mismo cuerpo que a los veinte, pero esto es el colmo, el colmo, ¿ahora me confundís con una cucaracha?”. “No mi amor, si vos sabés que yo te amo, si siempre te digo que sos la más linda del mundo.” La esposa no cedía: “¡bicho tu abuela!, a mí no me llamás así, esto lo vamos a hablar en casa, porque no puede ser que…” cuando, de repente, la cucaracha se metió debajo de la cama. Apagó el celular y decidió, de una vez por todas, matarla. Intentó con palos, escobas y aspiradoras hacerla salir pero no obtuvo ningún resultado. Buscó alguna manera ingeniosa de atraerla y comenzó a bailar aquel viejo tema que escuchaba en su adolescencia. Movió la cadera para un lado y empezó: pisa la cucaracha, matá la cucaracha, ¡elimina cucaracha! El insecto, ante tanto movimiento, asomó la cabeza por el costado de la cama. De repente se sintió avergonzado: ya tenía cuarenta años como para andar bailando temas de su juventud. “Ah, esa sí que era una buena época”, suspiró. Pero no era momento de ponerse nostálgico. Miró la cucaracha y decidió, para no sentirse culpable, que la tiraría a la calle. El destino decidiría si el bicho se merecía o no seguir viviendo. Lo tomó de las antenas y lo arrojó por la ventana. Y pobre la cucaracha, tirada en la vereda, ya no puede caminar, porque le falta, porque le falta, la patita de atrás.

















