Una lágrima de café moccha
–Viajaron nueve mil kilómetros y prefieren ver a Mickey antes que a su propia hija.
La confesión quebró el ruido de treinta máquinas lavando ropa. El laundry no era el mejor lugar para improvisar una sesión de terapia pero no siempre se tiene a mano un diván.
–¿A quién se le ocurre ir dos semanas a Disney y cuatro días a Nueva York?
–Es como si te quisieran evitar.
El lavarropas escupió un ruido seco. Saqué las medias y las olfateé. Tenían olor a chivo pero no había más Skip. Las llevé al secador y puse las manos sobre el vidrio para sentir algo de calor. Las medias, ahí adentro, parecían psicodélicas. Ella miraba el centrifugado para engañar los lagrimales.
–Vayamos al Soho o a Washington Square. Hagamos la nuestra.
–¿No vamos a ver si están en el hotel? –le pregunté.
–Recién me escribieron que se van al Rockefeller porque se les hace tarde.
–Pero si ya estamos saliendo.
–¿Te das cuenta? Ni una hora me pueden esperar.
Mejor seguir el recorrido de la media beige fundiéndose con la verde musgo. Los impresionistas se deben haber inspirado en el centrifugado de un secarropa, pensé. Agarramos los pares de medias y corrimos hasta casa para disimular los quince bajo cero que hacían en Queens.
Cerramos la puerta y cruzamos un charco de cartas. Un sobre dorado de Starbuck’s flotaba en el pasillo de entrada. Estábamos solos en Nueva York pero al menos sentimos que nos escribía una multinacional.
–No, no es para nosotros. Es para el Baca.
–¿Y por qué le escribe Starbuck’s?
–Hoy es su cumpleaños. Le regalan un vale por cualquier café.
Nos pusimos rápido las medias recién secas. Al segundo, estábamos en el subte yendo a Manhattan. Habrá diez mil Starbuck’s en la ciudad pero el de Washington Square era el único que habíamos domesticado.
Miramos las mil variedades de café. No dudamos.
–Elegí el más caro –me codeó ella.
–Quiero un café moccha extra large –pronuncié en un inglés muy top.
–Oh! Happy birthday!
Nos sentamos en unos sillones de cuero frente a la ventana que daba al parque. El Arco de Triunfo en el centro de la plaza temblaba de frío. Nada mejor que cafeína hirviendo mientras afuera la ciudad pareciera mendigar un abrazo. La lengua quema con sabor a café moccha.
–No me sale ni llorar.
–Deberías.
–¿Por qué tenían que venir? En estos tres meses nunca los extrañé.
Un sorbo de café: el chocolate derretido, la espuma de leche, el toque justo de canela.
–Pobre Iñaki. Si se enterara.
–Si voy a ser huérfana, tengo que ser bien guacha.
–Vayamos al hotel. Al menos así los puteás.
El lobby del Hilton de Times Square tenía un aire a cabarute. Una bola de boliche colgaba del techo y en el centro se erectaba un caño de metal. Nadie bailaba.
–Mandales un mensaje así bajan.
La pantalla arriba del ascensor pasó de “Floor 26” a “Lobby” en menos de lo que hubiéramos querido. No tuvimos ni tiempo de taparnos los agujeros de las medias. En frente mío, una mamá bronceada con musculosa de GAP se quedó con los brazos abiertos al lado de su hija.
–Dejame que te explique. No es lo que pensás.
Los gritos duraron cinco minutos. Salimos del lobby sin poder dar un portazo: las puertas giratorias de los all inclusives no son aptas para el melodrama.
Vi cómo en su cara pálida se reflejaban los carteles de Sony y Toshiba que iluminaban Times Square. Nos tomamos el subte antes de que oscureciera. Mientras una voz monótona repetía las estaciones que faltaban para llegar a Queens, mordíamos las lágrimas para pasar desapercibidos: no fuera cosa que nos quisieran robar.
Antes de bajarnos del vagón, lamí una gota. Tenía gusto a café moccha.