29/8/09

En un primer momento pensó que era una pelusa algo más grande de lo normal aunque supuso que, más allá de eso, no dejaba de ser una simple pelusa. Cuando empezó a moverse se dio cuenta de que su primer juicio estaba errado: las pelusas, en general, no se mueven. Pero se dijo a sí mismo: “debe ser un día bastante ventoso, después voy a tener que barrer la tierra que entre por debajo de la puerta”. Volvió a apoyar su cabeza sobre la almohada e intentó seguir durmiendo. Aunque, curioso como era, mantuvo los ojos entreabiertos y vio que algo continuaba moviéndose. “¿Tanto viento habrá?”, se preguntó. Afinó la mirada y de repente la vio. Después de pegar un grito, saltó de la cama. La mancha apareció definida: se trataba, en verdad, de una cucaracha. Ya estaba a punto de tomar una zapatilla para darle fin a la vida del insecto cuando se imaginó a sí mismo llevando a cabo un acto tan cruel. Pensó en los padres de la cucaracha, el llanto por la pérdida de su hijo; él, que tan bueno se creía, siendo el destructor de una familia artrópoda. Debatió consigo mismo sobre la posibilidad del ser o el no ser del insecto, se cuestionó si las cucarachas tendrían también un cielo y un infierno y, en tal caso, cuál hubiera sido el destino del bicho que tenía en frente suyo. Lo miró de nuevo y parecía haber sido un buen hijo del Señor: movía las antenas de una manera tan inocente que de ninguna forma podría haber cometido algún pecado.
Pero el insecto seguía ahí y él no podía permitirse un nuevo inquilino en su hogar. Tal vez en un futuro cuando viviera en una casa de dos pisos aceptaría cohabitar con una cucaracha pero, por el momento, ya tenía demasiado con su esposa y tres hijos. Decidió matarla de una forma menos cruel: un zapatillazo, recapacitó, era demasiado. Inspeccionó la alacena y encontró un tarro de Raid que, como leyó en la etiqueta, las mata bien muertas. Estaba a punto de rociar al insecto cuando se acordó de un libro que había leído en su juventud en donde el protagonista se transformaba en una cucaracha. Pensó: “¿y si este bicho tan feo es mi esposa?”. Después de todo, no la había visto esa mañana, así que tal vez, mientras dormían, se había convertido en un insecto. Tomó el celular y la llamó. “Ay amor, que bueno que seas vos, estás bien, ¿no? Porque sabés que justo acá encontré una cucaracha y te acordás de ese libro que un tipo se transforma en un insecto, entonces nada, por un momento pensé: ¿y si mi cuchi cuchi ahora es este bicho?”. Del otro lado silencio. “Vos te das cuenta, yo sé que después del casamiento empecé a engordar y ya no tengo el mismo cuerpo que a los veinte, pero esto es el colmo, el colmo, ¿ahora me confundís con una cucaracha?”. “No mi amor, si vos sabés que yo te amo, si siempre te digo que sos la más linda del mundo.” La esposa no cedía: “¡bicho tu abuela!, a mí no me llamás así, esto lo vamos a hablar en casa, porque no puede ser que…” cuando, de repente, la cucaracha se metió debajo de la cama. Apagó el celular y decidió, de una vez por todas, matarla. Intentó con palos, escobas y aspiradoras hacerla salir pero no obtuvo ningún resultado. Buscó alguna manera ingeniosa de atraerla y comenzó a bailar aquel viejo tema que escuchaba en su adolescencia. Movió la cadera para un lado y empezó: pisa la cucaracha, matá la cucaracha, ¡elimina cucaracha! El insecto, ante tanto movimiento, asomó la cabeza por el costado de la cama. De repente se sintió avergonzado: ya tenía cuarenta años como para andar bailando temas de su juventud. “Ah, esa sí que era una buena época”, suspiró. Pero no era momento de ponerse nostálgico. Miró la cucaracha y decidió, para no sentirse culpable, que la tiraría a la calle. El destino decidiría si el bicho se merecía o no seguir viviendo. Lo tomó de las antenas y lo arrojó por la ventana. Y pobre la cucaracha, tirada en la vereda, ya no puede caminar, porque le falta, porque le falta, la patita de atrás.

13/8/09

Cuando apareció el primer hipermercado, los vecinos sentimos un alivio: ya había pasado la época de los súper y el mercadito de acá a la vuelta era parte de la prehistoria; así que cuando nos dimos cuenta de que nuestro barrio había definitivamente entrado en la era de lo “híper” nos tranquilizamos todos un poco. No es que seamos hipermodernos ni tampoco hipersensibles pero ver que alguien se animaba a invertir en nuestras cuadras significaba que en verdad no estaban tan venidas a menos; que si bien a las puertas de roble no les quedaba ni rastro de barniz, no había mal que dure cien años ni tampoco barrio que lo resista.
La abuela fue la primera que intentó pronunciarlo: dijo algo así como uoluart, pero mi hermana, que siempre la tuvo re clara en inglés, le explicó: “no es uoluart, es Wal Mart”. Yo le pregunté cómo se pronunciaba la estrellita que estaba en el medio pero ahí no me supo responder y que vos siempre le buscás la quinta pata al gato, qué importa la estrellita, es Wal Mart. Mejor no preguntar, entonces, y uno a uno todos los vecinos fuimos entrando por una puerta que se abría sola: las maravillas de la tecnología, diría después mi papá. Me acuerdo de que mi primo me contó que en una ciudad de Italia la gente navegaba en góndolas, y yo le dije algo así como que los hipermercados tenían góndolas pero no eran botes; él ya no me escuchaba, me había subido al primer carrito que tenía a mano y me hacía navegar por los pasillos. En pocos minutos, pasábamos de la verdulería con el olor de los kiwis que se mezclaba con el de la espinaca, a la sección de alimentos para perros. Un día miré para arriba y vi una cara amarilla que me sonreía, le devolví el gesto y leí “precios bajos, siempre”. Me imaginé los precios bajos, yo ya había crecido porque estaba en quinto y la señorita decía que éramos chicos grandes y que no podía ser que nos sigamos portando como los de primero. Pero no importaba, el hecho es que ya medía un metro treinta y me daban un poco de lástima esos precios que todavía no habían crecido.
De fondo se escuchaban las ofertas del mes, alguien que repetía “llevá dos, pagá uno”, mi primo diciendo ni loco, ya bastante pesás vos, mirá que voy a llevar dos si apenas puedo con uno. Y yo pegándole y gritándole que no me trate de gordo, el carrito que volvía a andar y terminábamos en la sección de electrónica. Nos fascinaba todo: los televisores, las computadoras, los videojuegos en tres dé. Y así como si nada, aparecía mi hermana que ya había paseado por los pasillos de cosmética y ropa femenina y me preguntaba si me había dado cuenta de la luz tan blanca del Wal Mart –le encantaba pronunciarlo en inglés–, y yo diciéndole que sí, que estaba tan pálida, que tal vez esa luz nos termine haciendo blancos, como a Michael Jackson. Y ella me aclaraba que no, que ése se había bañado en leche y los dos nos imaginábamos miles de sachets volando por encima de las góndolas, la leche blanca cayendo, la vía láctea en un hipermercado. No teníamos tiempo para terminar de hacernos la escena, cuando papá y mamá ya nos estaban pidiendo que nos quedemos haciendo la cola, que no nos movamos de ahí y de repente una señora que nos decía: “buen día, bienvenidos a Wal Mart” (mi hermana orgullosa: “yo lo pronuncio mejor”).
Con el tiempo, volvimos de los híper a los súper y mi mamá asegura que ya no hay héroes. Mi abuela está contenta porque no tiene que aprender inglés y mi papá dice que extraña las puertas que se abren solas. Yo de vez en cuando voy al mercadito de acá a la vuelta, aunque la otra vez vi a un chino llorando en la tevé.